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Vengo de una familia de sufridores natos. De una familia que es para la vida lo que vienen a ser Mónica Naranjo o Lara Fabian para la interpretación.

En mi familia las personas no se quieren… Son capaces de morir o matar por un ser querido; mención especial a una de mis tías que se metió en uno de los barrios más chungos de Huelva para defender a otra porque le habían robado la toalla en la playa, juas.

Tampoco se odian… Se matan o intentan hacerlo. Aquí hay que darle un premio a una tía loca que tengo por sus increíbles performances de lanzamiento de cenicero de cristal a la cara de sus hermanas en medio de una pelea.

En mi familia la gente no se pelea. Se lía a hostias limpias. De pequeño presencié una escena muy jevi en la que dos mujeres de mi familia se empezaron a tirar de los pelos como posesas en plena partida de parchís. No recuerdo bien el motivo pero creo que una de ellas se había contado más de 20. Lo más fuerte de todo es que mientras yo las miraba acojonao, aterrado y sorprendido del espectáculo que estaban dando, una de mis tías que jugaba con nosotros me dijo algo así como “¡Deja de mirarlas y tira que te toca a ti!”.

En mi familia la gente no se enamora… Se vuelve mongola. Así es como una de mis tías que hasta entonces había sido lesbiana conoció a un tío que la volvió loca y que le hizo hacer cosas muy chungas por amor. Otra de mis tías cambió de religión y de comportamiento por su actual marido. Y yo no me enamoro con facilidad pero cuando lo hago soy capaz de cualquier cosa.

Así pues, vivimos siempre con el miedo a matar o a ser asesinado, con las ganas de abrazar o de asfixiar a alguien, entre la espada y la pared, siendo la espada y la pared para los demás, no dejando pasar ni una, gritando como posesos cuando los demás no nos dejan pasar ni una, vengándonos y jurando venganza cuando los demás se vengan, tomándonos la revancha, riéndonos del que cae y dispuestos a caer para protegerle al mismo tiempo.

Estamos locos, sí. Pero sin nosotros la vida sería mucho más aburrida.